Ahora toca existir un día sí, un día no, y así sucesivamente.

sábado, 21 de diciembre de 2013

Recuerdos y soledad

Resulta que mi madre, que era ya muy mayor, tuvo la mala fortuna de caerse y romperse la cadera. ¿O fue al revés y se cayó debido a que se rompió la cadera? Bueno,  lo importante es que eso marcó sus últimos meses y los de sus hijos.

Y yo entro muy despacio en la habitación de Sant Joan de Déu y allí me la encuentro: tumbadita en una de esas enormes y articuladas camas rodeada de barandillas para asegurar su integridad. En una de sus manos, como siempre, cogiendo muy fuerte un pañuelo.

Un beso en la frente. Una acaricia en el pelo.

Y entonces ella me pregunta, muy indignada, que cuándo la van a llevar al hospital para operarla y que tiene que ir a su casa porque van a venir sus hijos a verla.

Y yo le digo: mamá, ya estás en el hospital.


Ella me mira entonces con un gesto de resignación como de canción ligera española que sólo ella sabe poner, pero al momento cambia la cara y sus ojos se iluminan como dos luceros de verano: ayer me llamó tu mujer y me felicitó por mi cumpleaños.

Y bueno, yo estoy divorciado.

Y lo cierto es que aun quedaba mucho para el cumpleaños de mi madre.

Pero sonrío a duras penas mientras trato de averiguar qué coño le puede estar pasando a mi madre por la cabeza estos días, por qué está tan desorientada, si acaso no se despertará por las noches y sentirá miedo.

Mi madre despertándose sola en plena noche y sintiendo miedo: eso es lo que me aterroriza.

Síndrome Confusional Agudo, dice entonces el traumatólogo con chispeante autoridad.

Y agrega: es frecuente en ancianos hospitalizados.

Yo asiento con sonrisa de gilipollas, pero al instante vuelvo a mi madre y sus manos finas y arrugadas, casi transparentes, con una sonda clavada en el dorso.


Tomo ese pañuelo y la coloco sobre la mesilla.

Y me pasan millones de cosas por la cabeza. Algunas tristes. Otras tristísimas. También hermosas, de un modo incierto.

Allí estamos, mi madre y yo, mirándonos a los ojos, con la única compañía de una bolsa de suero y una maquinita que emite pitidos de vez en cuando.

Pero entonces le pregunto: ¿qué te dijo mi mujer por teléfono?

Ella se ríe: uy, pues muchas cosas.

Al escucharla, el traumatólogo emite una carcajada serena, sonora, profesional, como si ya hubiera visto la misma película cientos de veces.

Después, se marcha.

Me sobreviene una inmensa necesidad de llorar... De pronto suena mi teléfono: uno de esos números largos de centralita que te intentan vender conexiones de internet.

Levanto como un rayo la vista:

Mira, mamá, le digo. ¡es mi mujer!



Esos que estuvieron a su lado en sus últimos meses.

Ellos lograron que  con su paciencia, su cuidado y su amor, mi madre se fuese en paz.

A mi hermana Encarnita y mi hermano Antonio, entre otros:

Gracias





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