Cuando somos niños, nos parece un milagro ver cómo desaparece sin dejar rastro una pompa de jabón que segundos antes flotaba sin un rumbo definido a nuestro alrededor. Durante la infancia todo nos asombra, todo es nuevo. Desconocemos los mecanismos que controlan casi todo los que nos rodea, y por eso disfrutamos. En esos momentos el mundo es para nosotros un inmenso espectáculo de magia.
Pero poco a poco, los magos, disfrazados de padres, maestros o amigos, comienzan a explicarnos los trucos que envuelven la realidad. En un primer momento nos llevamos una gran alegría, porque aquello que tanto nos intrigaba ya no resulta opaco a nuestra razón. Nos enorgullecemos de haber descubierto el misterio. Sin embargo, un tiempo después nos damos cuenta de que los trucos cuando se explican pierden la gracia, y lo que antes nos entusiasmaba deja de repente de interesarnos.
Según pasan los años nuestra capacidad de fascinarnos va disminuyendo al mismo ritmo que van aumentando nuestros conocimientos y evaporándose nuestra inocencia. Llega un momento en el que creemos estar en posesión de la verdad absoluta, y pensamos que no existe nada en el mundo capaz de descolocarnos y dejarnos con la boca abierta.
Una vez alcanzado este punto, muchas personas no son capaces de volver atrás, y pasan el resto de sus vidas sentadas en sus inamovibles tronos de sabiduría. Pero hay otras que se niegan a perder esos pequeños instantes de sorpresa ante algo nuevo e inesperado, porque piensan que la alegría y las ganas de vivir nacen de la inocencia y la curiosidad por llegar donde nunca antes se ha estado. Piensan que quizá es hora de replantearse si todo lo que creen saber es la Verdad, y si aquellos que les destriparon los entresijos de la naturaleza y los sentimientos eran realmente magos o sólo unos impostores.
Es entonces cuando los afortunados que eligen este camino, comienzan a redescubrir su vida y a formarse una nueva imagen del mundo, de SU mundo. Un mundo al que sólo se puede llegar cuando derribas el muro de los prejuicios. Y esa nueva imagen no les hace sentirse vacíos, como les ocurría antes, porque no la han construido a partir de fragmentos remendados e inconexos heredados de generación en generación, sino que la han pintado ellos mismos en un lienzo en blanco.
A partir de ese momento, el lienzo se irá llenando progresivamente de los colores que verdaderamente se identifican con el universo personal de su autor. Colores vivos unas veces, apagados otras, pero siempre suyos. Los pintores de realidades nunca dejan de ser felices, porque cada día, cada minuto, cada segundo, descubren una nueva pompa de jabón que quieren dibujar en su lienzo antes de que desaparezca y les deje con la boca abierta.
Quiero ser pintor

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