Miro por la ventanilla. Todavía debe quedar más de una hora para llegar a mi ciudad. Vuelvo a casa siguiendo el camino que impone la carretera, a la velocidad que obligan a mantener las leyes de tráfico, acompañando a otros miles de vehículos que realizan el mismo viaje que yo a la maldita realidad de lo cotidiano.
Todos viajamos juntos, pero cada conductor va pensando en sus cosas: en la pereza que le da volver a trabajar, en que estas navidades ha gastado demasiado dinero. Podemos evadirnos de esta forma porque encontrar el camino a casa no es una preocupación, sólo hay que seguir el GPS o los carteles que inundan la carretera y esperar a que los kilómetros vayan pasando.
En mi día a día también estoy en permanente búsqueda de carreteras señalizadas que guíen hasta mi destino, que no es ninguna ciudad, sino el futuro. Carreteras que me permitan escapar de las decisiones y las responsabilidades y que me conduzcan por la tranquilidad de la inercia. Sin embargo, cuando circulo por ellas tengo que pagar el peaje de seguir la senda que me marcan, y no debo superar el límite de velocidad siendo demasiado feliz, porque tendría que pagar más multas de las que puedo asumir.
Sólo los auténticos valientes son capaces de escapar del asfalto y adentrarse en territorios inexplorados, de abrir caminos que más tarde los mediocres nos encargaremos de recorrer varios pasos por detrás de los héroes exploradores. Todo por nuestra adicción a la seguridad. La seguridad, qué gran enemigo. No es más que un espejismo, un muro de cristal que frena nuestros ya de por sí escasos deseos de arriesgar. Lo peor es que en el fondo nos dejamos engañar porque no tenemos las narices suficientes para afrontarlo y romper esa pared, tomando así las riendas de nuestras acciones y asumiendo sus consecuencias con todo lo bueno y malo que eso conlleva.
No hay día en el que no me tire de los pelos por ser uno de esos mediocres. Por no ser capaz de exprimir la vida mientras se me escapa segundo a segundo. En definitiva, por no ser lo suficientemente valiente para pegar un volantazo y perderme, porque perderse es el mejor camino para encontrarse, aunque se corra el riesgo de estrellarse por el camino.
Y vuelvo a mirar por la ventanilla. Ya casi estoy en casa, donde he llegado siguiendo el camino que impone la carretera, a la velocidad que obligan a mantener las leyes de tráfico, acompañando a otros miles de vehículos que realizan el mismo viaje que yo a la maldita realidad de lo cotidiano…
Será que no soy un auténtico valiente...será, pero me gustaría serlo
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