Ahora toca existir un día sí, un día no, y así sucesivamente.

miércoles, 3 de julio de 2013

-Depende, amigo -dijo. Depende.

Hoy no debería pensar en nada, pero me apetece explicaros algo que me sucedió una vez, hace mucho. Justo cuando empiezas a conocerte a ti mismo. Justo cuando empiezas a moldear tu carácter y en definitiva, justo cuando empiezas a forjar  tu personalidad  y  que cambió mi visión del asunto para siempre.

Resulta que... pongamos "Maria". Resulta que Maria y yo estábamos haciendo el amor. Arrebatados besos. Caricias que nunca terminan. Nadábamos uno dentro del otro y, poco a poco, nos íbamos hundiendo en las sábanas como si fueran arenas movedizas.

En fin, ya sabéis.

Pero de pronto, Maria hizo algo inusual: se colocó a cuatro patas sobre la cama, dejó caer suavemente la frente sobre la almohada y dijo: pégame.

Yo aún era joven, cauto y algo inexperto, de modo que me quedé mirando el culo erguido de Maria sin saber muy bien qué hacer. ¿Y si le daba demasiado flojo? Quedaría, sin duda, como un auténtico pusilánime. Pero, ¿y si le daba demasiado fuerte? Igual pasaba como un garrulo y me dejaba de querer. Comenzaba a valorar también otros factores, como el ángulo y la posición adecuada de la mano cuando, de repente, Maria se giró con aire indignado:

-¿Quieres hacer el favor de pegarme de una puta vez?

A la mañana siguiente, nos levantamos muy contentos y algo cómplices. Preparamos dos zumos de naranja y nos sentamos muy juntitos a ver la tele. Creo recordar que Maria se levantó entonces del sofá en busca de un poco más de zumo y, en el proceso, puso el culo en pompa frente a mí y lo meneó con lascivia.

-Cu-cu- canturreó.

Le propiné un buen par de azotes con la palma de la mano. Ella dio un saltito, riéndose. Y se marchó a la cocina.

Y sí: yo era joven e inseguro. Pero también tenía un corazón apasionado e impetuoso. Y es por ello que, esa misma mañana, decidí comprar un buen instrumento con el que complementar nuestro nuestro reciente entusiasmo por los placeres más secretos.

Así que ahí estaba yo, frente al escaparate de neón del sex-shop más chungo de las Ramblas. Abrí la puerta, impulsado por los vientos del deseo; y caminé con paso firme hacia el interior del local. Pollas gigantes. Pollas monstruosas. Pollas multicolores que no parecían pollas. Y al final del todo, lo que yo estaba buscando, el objeto de mi lujuria, el santo grial: un largo látigo de cuero negro con bolitas en la punta.

-Oiga, ¿esto duele mucho? -le pregunté al tío.

Me miró como si le estuviera interrogando sobre el sexo de los ángeles.

-Depende, amigo -dijo. Depende.

El caso es que no sé si alguna vez habéis ido a comprar un látigo. Lo cierto es que es bastante prosaico y frustrante. Porque, en fin: uno va con toda la ilusión del mundo a comprar un látigo para darle en el culo a su novia y, no sé, se imagina ese momento como algo especial. Pero nah: es como ir a un bazar de chinos a comprar pilas.

Sólo que, en lugar de pilas, te compras un látigo.

Pero en fin: lejos de desanimarme por estas cortadas de rollo que a veces nos depara la cotidianidad, subí al autobús y me dirigí a casa de Maria. Seré honesto: en realidad flotaba. Me sentía valiente, intrépido, transgresor. Joer: acababa de comprar un látigo. Ni más ni menos. No sé ni cómo no me pasé de parada en el bus dirección a su casa: apenas podía pensar en otra cosa que no fueran las infinitas noches de descarnado deseo que me aguardaban.

La única pega es que, a pesar de su flexibilidad, mi látigo tendía obstinadamente a la verticalidad, por lo que la punta sobresalía todo el tiempo de la bolsa y al rato me di cuenta de que todo el puto autobús me iba mirando con cara de estupefacción. Cosas...

Pero bah, ya podían follarles: yo era joven y estaba enamorado.

Creo que fue en el ascensor cuando sentí por primera ve la punzada traicionera de la duda. Fue sólo durate un segundo, aunque aún lo recuerdo: es como si, a pesar de haberte desnudado ya totalmente delante de alguien, temieras desnudarte un poco más. Me latía el corazón. También tenía ganas de hacerme una paja. ¿Y si no le gustaba? Saqué el latigo de la bolsa y acaricié la punta con los dedos: sí, aquello tenía que doler. ¿Pero no era de eso de lo que se trataba? Pero por otra parte, ¿qué estamos pidiendo en realidad cuando pedimos que nos peguen?

Depende, pensé. Todo depende.

La puerta de Maria estaba entreabierta y pude escuchar su canturreo mientras preparaba la comida. Respiré y me atusé el pelo. Extendí el látigo con fuerzas renovadas y caminé sigilosamente para asegurarme el factor sorpresa.

Miré por la rendija: allí estaba ella, de un lado para otro, vestida tan sólo con un camisón blanco.

-Cu, cu -dije.

E hice restallar el látigo.

Maria se giró asustada, con las manos en el pecho y los ojos muy abiertos.

Lo hice restallar de nuevo. Un poco más fuerte.

Me miró con sorpresa. Pero la sorpresa tornó pronto en estupor. Y el estupor en incredulidad.

-¿Adónde crees que vas con eso? -dijo.

Y bueno, yo era joven. Llevaba una bolsa de naranjas en una mano y un látigo de cuero negro en la otra.

Y la verdad: no supe qué contestar.

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